
Todas las marcas, aunque no lo admitan, compiten en la industria del entretenimiento. No solo venden productos: construyen significado, producen escenas y generan imágenes que después circulan en la cultura.
Las marcas nacen así: de una idea, una intuición y una necesidad —real o imaginada— que alguien leyó antes que el resto. Eso ya las convierte en propiedad intelectual desde el primer día . Apple empezó con una lectura muy simple pero profundamente distinta: que las computadoras no tenían que ser máquinas técnicas para especialistas, sino herramientas culturales para personas comunes. Su verdadero diferencial inicial no fue el producto, fue esa sensibilidad: entender que la interfaz importaba tanto como la ingeniería, que la tecnología podía ser emocionalmente atractiva y que había un deseo latente de simplificación radical. Ese punto de partida —poner a la persona antes que al sistema— fue su primer acto de propiedad intelectual.
Phil Knight era corredor antes de fundar Nike. Su punto de partida no fue un “insight de mercado”, sino su propia experiencia como atleta: sabía exactamente qué necesitaba un corredor y qué no ofrecían las marcas de la época. Ray Kroc leyó una oportunidad que los demás no vieron: tomó el sistema de los McDonald, lo volvió escalable y entendió que el verdadero negocio era inmobiliario. Su aporte no fue la hamburguesa, fue el formato: convertir un proceso en un símbolo replicable en cualquier lugar del mundo. Ese tipo de lectura —ver una idea antes de que sea industria— también es propiedad intelectual. Cada una de esas intuiciones iniciales es su principal activo estratégico: la propiedad intelectual.
La historia fundacional, los productos icónicos, un color, un patrón, un tono de voz, un eslogan, un jingle, un mito, un fundador, una campaña, un símbolo, un fanfic: todo eso es propiedad intelectual. Todo puede monetizarse. Pero la mayoría de las marcas siguen operando como si fueran retail, no como constructoras de significado.
Una marca es, ante todo, una historia. La historia de un tiempo, un contexto, una persona que leyó un movimiento cultural antes de que tuviera nombre. Y también es una narradora: te promete que, al usar sus productos, vas a poder expresar algo de vos que no sabés decir en palabras. Te ofrece una identidad posible. Le da sentido a los empleados que trabajan en ella. Y, como humanos, queremos estar cerca de aquello que parece mover el mundo: descubrimientos, quiebres, momentos. Por eso ciertas marcas se vuelven magnéticas y otras no.
Aclaración necesaria: muchas marcas inventaron historias fundacionales en un laboratorio. Copiaron algo que vieron en otro lugar y lo presentaron como revelación. Eso no construye marca; construye packaging. No hay densidad simbólica, solo performance. Ese tipo de artificio hoy es transparente y las marcas que recurren a él están perdiendo relevancia.
Cuanto más invierte una marca en contenido, experiencias y entretenimiento, más se separa de su categoría y más capacidad gana para influir en la preferencia del consumidor. No se trata de vender más: se trata de influir más.
Y hoy pasa algo decisivo: consumimos más imágenes que objetos. Participamos de la economía sin comprar productos. Muchas veces alcanza con fotografiar un par de zapatos o una campera y subirlos a Instagram o TikTok. El estatus se juega ahí: en lo que mostramos, no en lo que compramos. Queremos entretenimiento, queremos sentido, queremos señales. Y las marcas todavía no terminan de entender cómo participar de esa economía visual de forma rentable.
La oportunidad es clara: tratar toda la propiedad intelectual —la visible y la invisible— como un activo estratégico central, no como un subproducto de marketing. Cuando una marca entiende esto, deja de pensar en vender más y empieza a pensar en ser más valiosa culturalmente. (Y, paradójicamente, así vende más y a un precio más alto.)
El 3 de diciembre voy a dar un seminario online donde voy a profundizar este enfoque: cómo una marca puede monetizar toda su propiedad intelectual —su historia, sus símbolos, su estética, su narrativa, su PI cultural— y convertirla en un activo que realmente genera valor.
Voy a trabajar casos actuales, pero también algo más importante: el cambio de paradigma detrás de todo esto. Las marcas ya no pueden pensarse solo como retail. Hoy funcionan como creadoras de contenido, de imágenes, de experiencias y de significado. Y cuando entienden que su propiedad intelectual es el corazón del negocio, dejan de competir por visibilidad y empiezan a competir por influencia cultural.
Toda la información sobre fechas, contenidos e inscripción está acá: Del Producto al Significado: cómo las marcas crean valor cultural hoy