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Recuperar lo Irrecuperable

En un episodio de Mad Men, la serie de televisión sobre el auge de la publicidad en la década de 1960, Don Draper, el legendario director creativo, enseña a Peggy, su protegida, cómo pensar en Hershey, una tableta de chocolate que la agencia tiene que promocionar. La filosofía de marketing de Draper resume a la perfección el espíritu de la época: «Tú eres el producto. Tú, sintiendo algo». O, tal como James Poniewozik interpretó la frase de Draper en la revista Time: «No compras un chocolate Hershey por la tableta de chocolate. La compras para recuperar la sensación de ser querido que tenías cuando tu padre te compraba una por haber cortado el césped».

La comercialización generalizada de la nostalgia a la que alude Draper marcó un punto de inflexión en el capitalismo. Si bien los grandes temas de los años sesenta fueron la guerra de Vietnam, los derechos civiles y las instituciones que podían civilizar el capitalismo (Medicare, los cupones para alimentos, el estado del bienestar), Draper estaba identificando una mutación fundamental en el ADN de éste. Ya no bastaba con fabricar eficientemente cosas que la gente deseaba. Ahora, el capitalismo requería una hábil fabricación del deseo.

El capitalismo había empezado como el impulso incesante de poner precio a cosas que antes no lo tenían: las tierras comunales, el trabajo humano, lo que antaño las familias producían para su consumo —desde el pan y el vino casero hasta los sweaters de lana y diversas herramientas—. Si había algo que los humanos compartían y disfrutaban, pero que no tenía precio y sólo era importante por su valor intrínseco o «experiencial» — por ejemplo, el mantel hecho a mano de la abuela, una hermosa puesta de sol o una canción cautivadora—, el capitalismo encontró la manera de mercantilizarlo, es decir, de someter su valor experiencial a un valor de cambio.

Era algo inherente a su naturaleza. El capitalismo y el triunfo del valor de cambio son sinónimos, porque éste es el único valor que puede cristalizar en más capital. […] Tras haber asimilado todos los recursos, cultivos y artefactos posibles, el capitalismo ha pasado a mercantilizar las ondas de radio, los úteros de las mujeres, el arte, los genotipos, los asteroides e incluso el espacio. En este proceso, el valor experiencial de todas las cosas se ha reducido a una suma de dinero, un activo comercial, un contrato negociable.

Cada vez que el ataque del valor de cambio ha superado sus defensas, el valor experiencial se ha escondido en las catacumbas de nuestra psique. Es ahí donde Don Draper -o, más exactamente, los hombres y las mujeres en los que se basa Mad Men— lo descubrió, lo recuperó y, sí, también lo mercantilizó. Al hacerlo, el capitalismo cambió de manera radical.

El genio de Draper consiste en entender la mercantilización y enfrentarse a ella. Sin duda, el capitalismo debe mercantilizar todo lo que toca. Pero, al mismo tiempo, el alto valor de cambio y, por lo tanto, los grandes beneficios, dependen de que ese proceso no sea completo. Si no quiere acabar como un depredador que devora a su presa con tanta eficiencia que se acaba muriendo de hambre, el capitalismo tendrá que depender de la existencia de una oferta inagotable de valores experienciales que sus valores de cambio deben aplastar y canibalizar.
Siempre estará descubriendo y mercantilizando lo que se le ha escapado previamente.

Los anunciantes inteligentes hacen justo eso: aprovechan las emociones que hasta entonces han eludido la mercantilización para captar nuestra atención. Y luego venden nuestra atención a una entidad cuyo negocio consiste en mercantilizar algún valor experiencial que estaba escondido en nuestra alma, huyendo de la mercantilización. Con su discurso sobre el chocolate Hershey, Draper revela un aspecto fundamental de la manera en que, poco después de la guerra, el capitalismo alcanzó su edad de oro. ¿Cómo se podía conseguir que siguieran fluyendo los beneficios cuando parecía que ya se había mercantilizado todo? La respuesta de Draper: activando las emociones no mercantilizadas que se esconden en lo más profundo de nuestro ser.

Extracto del libro Tecnofeudalismo: El sigiloso sucesor del capitalismo, de Yanis Varoufakis. Editorial Ariel, 2024.

Hoy, las marcas enfrentan un desafío mucho más complejo que el planteado en la era de Mad Men. En aquella época, bastaba con asociar productos a emociones nostálgicas o vivencias universales, explotando un deseo de recuperar lo perdido. Sin embargo, en el contexto actual, donde la hiperconectividad y la saturación de mensajes convirtieron a los consumidores en intérpretes críticos de cada interacción, las marcas ya no pueden conformarse con apelar a recuerdos o a simples evocaciones emocionales. El desafío ahora es más profundo: construir conexiones reales y significativas en un mundo donde las emociones están cada vez más fragmentadas y condicionadas por un entorno cambiante y complejo.

Desde la sociología del consumo y el marketing, esto exige un cambio de paradigma. Las marcas no solo deben descubrir qué mueve emocionalmente al consumidor, sino entender que las emociones, lejos de ser simples herramientas comerciales, son reflejo de aspiraciones, frustraciones y dilemas humanos. En este contexto, no se trata de mercantilizar las emociones, sino de reconocer su fragilidad y su poder como elementos esenciales de la experiencia humana.

Esto requiere que las marcas trasciendan el producto para convertirse en intérpretes culturales, capaces de leer, conectar y amplificar las inquietudes más profundas de su audiencia. Ya no basta con contar historias, es imprescindible crear relatos que dialoguen con las aspiraciones colectivas y, al mismo tiempo, respeten la autenticidad del individuo.

Porque las marcas que entienden que las emociones no son un recurso infinito, sino un vínculo humano frágil y poderoso, serán las únicas capaces de construir relevancia en un mercado donde el verdadero lujo no es poseer, sino sentir que algo realmente importa.