Cuando la economía cambia, también lo hacen las necesidades y la manera en que deseamos.
En los años 80 y 90, las marcas funcionaban como símbolos de aspiración. Eran espejos de nuestros anhelos, proyectando un ideal inalcanzable que alimentaba el deseo. Desde la publicidad hasta el diseño, todo contribuía a la construcción de relatos claros y llenos de significado: cada marca prometía transformación, ofreciendo una identidad que colmara los vacíos personales. En ese reflejo de sueños y fantasías, la tensión entre lo que éramos y lo que queríamos ser impulsaba la acción (comprar).

Hoy, en cambio, vivimos en la era de la rapidez. Todo está al alcance de un clic, las experiencias se consumen a una velocidad vertiginosa y la saturación de estímulos parece disolver el deseo antes de que llegue a formarse. Si antes la publicidad construía anhelos a partir de la distancia, hoy la inmediatez deja menos espacio para el vacío, y sin vacío, el deseo se vuelve más efímero. Frente a este escenario, un desafío clave para las marcas es encontrar nuevas maneras de dar valor a lo intangible: la espera, el misterio, la emoción de lo que está por venir. Más que prometer una gratificación instantánea, se abre la oportunidad de generar relatos que dialoguen con las complejidades del deseo contemporáneo.
Freud decía que el deseo no se sacia con la satisfacción, sino con la distancia entre lo que somos y lo que anhelamos ser. En un mundo donde todo parece estar disponible al instante, las marcas pueden asumir un rol más profundo, no solo como proveedoras de productos, sino como puentes entre la abundancia material y la riqueza simbólica. Es un equilibrio delicado: diseñar experiencias que inviten a la exploración, donde cada encuentro con la marca sea un pequeño viaje de autodescubrimiento.
El recorrido desde la comunicación aspiracional y directa de los 80 y 90 hasta las narrativas más complejas y fragmentadas de hoy muestra cuánto cambió nuestra relación con el consumo. Si antes el deseo se alimentaba de la distancia, ahora el desafío parece estar en cómo darle sentido a la inmediatez. En este contexto, algunas marcas encontraron maneras de despertar el deseo sin prometer soluciones inmediatas, explorando el misterio como un recurso creativo en lugar de una barrera.
Por un lado, la facilidad de acceso hace que todo sea más inmediato, pero también puede volverlo más efímero. Por otro, existe la posibilidad de diseñar experiencias que nos reconecten con el deseo en su estado más puro: no como una carencia, sino como el motor que impulsa la exploración, la curiosidad y la reinvención.
Consumir ya no se trata de ‘tener’ algo, sino de ‘vivir’, ‘conocer’ o ‘sentir’ algo. En un mundo donde lo material ya no es suficiente, las marcas que logran generar conexiones reales son las que consiguen mantener vivo el deseo.
Entre lo que somos y lo que queremos ser hay un espacio donde nace el deseo. Las marcas que comprenden este juego no llenan su comunicación con artificios ni recurren a tácticas sueltas; más bien, leen y potencian lo que ya está en marcha. No es una cuestión de presupuesto, sino de inteligencia y sensibilidad.
Gracias, Anthony Vaccarello, por tanto.
