La moda nunca fue tan rápida ni tan repetitiva. Entre tendencias fugaces y clásicos que vuelven, surge una pregunta: ¿qué es realmente lo que perdura?
La moda cambió y sigue cambiando. Antes, las marcas dictaban las tendencias, pero hoy son las personas las que definen el pulso. Desde TikTok, adolescentes de cualquier rincón del mundo pueden transformar una estética marginal en un fenómeno viral en cuestión de días. Términos como balletcore, coquette aesthetic, old money, coastal grandma o kidcore pasaron de ser nichos a convertirse en códigos culturales. No importa cuán extravagante o absurdo suene: si tiene efecto en las redes, tiene efecto en la calle.
Para las marcas, esta realidad es un dilema constante: adaptarse o desaparecer. Shein lo entendió mejor que nadie, escaneando tendencias en tiempo real para producir y lanzar nuevos productos en cuestión de días. Sin embargo, esta velocidad tiene un costo evidente: el impacto ambiental. Y otro menos obvio: la moda se convierte en un carrusel de microtendencias, donde todo es efímero y nada perdura. En la cultura contemporánea, todo es un remix constante, con referencias que se superponen hasta perder su significado simbólico.
Y, sin embargo, mientras la moda se acelera, crece también la búsqueda de lo que perdura. La ropa vintage dejó de ser una elección estética para convertirse en un acto de resistencia. Encontrar un jeans Levi’s de los 70 o un vestido de los 90 en un local de segunda mano es apropiarse de una historia, de algo irreproducible. En un mundo saturado de novedades descartables, lo auténtico es aquello que conserva su aura.
Las marcas de lujo también aprendieron a jugar con esta nostalgia cultural. En lugar de enfocarse exclusivamente en la innovación, reeditan sus archivos, otorgándoles un aire de exclusividad. Ejemplos de esto son Dior con el relanzamiento de su Saddle Bag, Gucci reviviendo su icónica línea Jackie, y Louis Vuitton reeditando su colección Monogram. Sin embargo, hay una delgada línea entre reinterpretar un clásico y simplemente reciclarlo, perdiendo parte de su esencia.
El pasado puede ser un refugio, pero si solo se replica sin cuestionarlo, pierde su poder. Lo retro dejó de ser tendencia para convertirse en una categoría cultural establecida. El deseo de singularidad se convierte en paradoja: en la práctica, muchos terminan vistiendo los mismos íconos reconocibles, buscando validación a través del espejo de las referencias compartidas.
En este contexto, las marcas ya no pueden lanzar productos esperando que el mercado los adopte. La moda, para conectar de verdad, tiene que ser parte de una narrativa más grande. La nostalgia, usada sin sensibilidad, se vuelve un simulacro vacío, un loop interminable que mira hacia atrás sin preguntarse qué significa hoy. Como dice el Financial Times: “Vivimos en una época de confusión y agitación, donde la moda se aferra a un pasado reconfortante, buscando certezas en medio de la incertidumbre cultural y moral. El gesto de llevar un vestido Gaultier de 1995 o un bolso Dior de los 2000 se convierte en un acto casi ceremonial, una forma de anclarse en símbolos que evocan tiempos más comprensibles.”
Entonces, ¿hacia dónde se dirige la moda? Personalmente creo que la moda debe buscar un verdadero sentido, que no se encuentra ni en lo nuevo ni en lo antiguo, sino en aquello que deja huella. En esa tensión entre la inmediatez y la permanencia, entre la moda como reflejo de su época y la moda como búsqueda de significado, allí está el desafío para las marcas. Es ahí donde lo auténtico todavía tiene algo que decir. Porque la moda es mucho más que ropa o tendencias pasajeras: es un lenguaje emocional y un vehículo de expresión.
Las marcas que realmente perduran no son las que solo siguen el ritmo de las microtendencias; son las que logran convertirse en parte de la biografía de las personas. Porque al final, lo que hace que una prenda o un accesorio se vuelvan emblemáticos no es su novedad, sino la conexión que generan. La moda que deja huella es la que, más allá de la estética, nos ayuda a expresar quiénes somos y qué sentimos.
