Vivimos en una época que celebra la eficiencia, pero penaliza la profundidad. Las marcas, como muchas otras construcciones culturales, están siendo gestionadas con una lógica de rendimiento inmediato, como si fueran una campaña más, un dato más, un gráfico más.
Pero una marca no es eso, nunca lo fue. Una marca, en su sentido más pleno, es una construcción simbólica. Es un sello que dialoga con la cultura, que nos dice algo sobre quiénes somos o quiénes podríamos llegar a ser. Para que eso ocurra se necesita tiempo, creatividad, consistencia y —sobre todo— una visión que no esté esclavizada por el presente ni dominada por la urgencia de los números.
Hoy muchas marcas no están siendo construidas, están siendo explotadas. No se las piensa a largo plazo sino que se las exprime buscando resultados inmediatos. Y en esa lógica se pierde lo más valioso: no se preguntan qué lugar ocupan en la vida de las personas, ni qué papel juegan en la narrativa cultural de su tiempo. No es que falte inversión, el problema es dónde se invierte: más segmentación, más métricas, más performance… ¿y la conexión emocional? ¿y el relato identitario? ¿y la sensibilidad cultural?. Casi nunca están contempladas en el presupuesto, como si no fueran parte del negocio cuando, en realidad, son su corazón.
Lo veo seguido en mi trabajo con marcas. Cuando empezamos a hacer las preguntas importantes —qué representás, qué sentís, qué te diferencia, qué podrías llegar a significar para los demás—, se abre un espacio que no estaba. Primero aparece la incomodidad, la confusión, los debates. Después, si se atraviesa ese umbral, surge una claridad que no aparece en los reportes de performance. Una claridad que tiene que ver con el sentido. Cuando una marca se conecta con su dimensión simbólica y emocional se vuelve relevante.
Las marcas nacidas en el ecosistema digital son un claro ejemplo de este agotamiento. En muchos casos se pensaron como sistemas cerrados, casi autorreferenciales, que le hablan únicamente a los que ya compraron o a los que se les parecen. Pero el crecimiento real no está ahí. Está en quienes todavía no te conocen, en quienes no te están buscando, en quienes no sabían que te necesitaban hasta que algo en tu mensaje, en tu estética, en tu energía, les tocó algo más hondo. Y eso, repito, no se logra con performance, se logra con visión cultural, con una sensibilidad fina que entienda el momento histórico que habitamos, lo que nos conmueve, lo que nos falta, lo que nos moviliza.
El branding no es aparecer, es tener sentido. Una marca no vale por estar, sino por lo que representa estando. Y eso no se construye únicamente en los canales digitales, por más eficientes que sean. Las marcas necesitan volver a habitar el mundo físico. No por una cuestión de nostalgia, sino porque el cuerpo, lo tangible, lo inesperado, siguen siendo fundamentales para los humanos. Un local, una acción en vía pública, una experiencia real, una presencia en lo cotidiano… todo eso da cuerpo a lo intangible. Vuelve visible lo invisible. Si una marca quiere conectar de verdad, tiene que salir del algoritmo y volver a entrar en la vida real.
Necesitamos recordar algo esencial: lo que no se puede medir fácilmente también impacta en el negocio. La construcción de significado, de pertenencia y de conexión emocional no siempre se refleja en métricas inmediatas, pero es lo que sostiene la elección de una marca a lo largo del tiempo.
La conexión emocional no compite con el negocio. Lo sostiene, lo diferencia y lo proyecta en el tiempo.
P.D.:
Si todo esto te pareció razonable pero un poco teórico, hay un ejemplo reciente que dice mucho más que cualquier concepto —o que cualquier cosa que pueda escribir yo. L’Oréal acaba de lanzar un corto que cuenta la historia detrás de uno de los slogans más icónicos de todos los tiempos: Because I’m worth it. Lo crearon hace 50 años como un simple claim publicitario, y con el tiempo se convirtió en el centro de su comunicación, en el corazón simbólico de la marca.
Lo más impactante no es solo que esa frase haya sido escrita por una mujer muy joven en los años 70 —cuando decir “yo lo valgo” sonaba casi provocador, incómodo incluso—, sino que, medio siglo después, siga viva. No quedó en una campaña. Se volvió parte de la marca, de su identidad, de su ADN.
En 50 años cambió todo muchas veces: los movimientos sociales, el feminismo, la forma de comunicar, las marcas, las mujeres. Y sin embargo, esa frase sigue estando ahí. Porque supo transformarse. El porque yo lo valgo de los 90 no dice lo mismo que el de hoy. Cada época le fue dando un nuevo sentido, y en todos los casos, logró decir algo que las mujeres necesitaban escuchar —y decir— en ese momento. Nunca la descartaron cuando ya no era una frase “moderna”. La resignificaron, la hicieron crecer, le sumaron capas, le dieron profundidad. La mantuvieron viva latiendo con su tiempo.
Para mí, eso es construir una marca: sostener una visión simbólica a lo largo del tiempo, dejar que evolucione sin perder su esencia, tener algo verdadero para decir y no soltarlo cada vez que cambia el viento. No correr atrás de lo que “está funcionando” o lo que nos conviene decir.
Esas decisiones no se toman mirando la métrica del mes, ni siquiera del año. Son decisiones estratégicas en serio. Y son las que, al final, hacen que una marca valga algo más —mucho más— que un producto o una campaña. Como lo hace hoy L’Oréal, una de las empresas más grandes del mundo, no solo por su escala, sino por su capacidad de sostener una narrativa emocional y cultural durante décadas.
Eso no pasa porque sí. Pasa porque hay una decisión clara tomada desde lo más alto. Una decisión de ocupar un lugar en la cultura. De tener una voz, de decir algo que importe y sostener esa visión en el tiempo. Solo así se puede realizar un corto que, en apenas 17 minutos, logra conmover, conectar y dejar una marca real: la marca L’Oréal.
Si alguien todavía necesita una definición clara de lo que es una marca, ahí la tiene.