Durante buena parte del siglo XX, el valor de una marca se construía desde la lógica de los medios masivos. Una empresa desarrollaba un producto, definía un mensaje y lo difundía por canales de alto alcance como la televisión, los diarios o la vía pública. El objetivo era lograr visibilidad, construir prestigio y, en consecuencia, vender más. La publicidad funcionaba como una promesa: “Si consumís esto, formás parte de algo”. Ese esquema dominó la forma de hacer marketing durante décadas.
Hoy, ese enfoque quedó obsoleto.
Los medios tradicionales ya no ocupan el centro de la escena, el consumidor está más fragmentado y exigente, y los mensajes comerciales clásicos generan desconfianza o indiferencia. En este nuevo contexto, las marcas que siguen operando como si nada hubiera cambiado —creando campañas sin tener primero algo valioso que decir— pierden relevancia. Porque la forma de generar valor se transformó por completo.
La diferencia clave es esta: antes, las marcas ofrecían pertenencia a través de un producto. Hoy, construyen relevancia ofreciendo cultura a través de significado.
Pero vender cultura no es hacer acciones “creativas”, acercarse a la “alta cultura” ni mantener una estética cuidada en redes. Es asumir un rol activo como actor cultural: producir símbolos, relatos, colaboraciones y experiencias que resuenen con lo que las personas viven, sienten y buscan expresar.
No es suficiente con que alguien compre. Lo que importa es que esa compra se convierta en un punto de partida . Que habilite usos, sentidos, códigos compartidos. Que la marca circule —no como un logo, sino como un lenguaje que las personas adoptan para decir algo sobre sí mismas.
Hoy todos somos emisores culturales en redes sociales. Las marcas deben dejar de hablar desde afuera y insertarse en la conversación: mezclarse, participar y aportar valor.
Ese giro impacta de lleno en el negocio: mientras el marketing de respuesta directa mide clics y ventas, la construcción de marca genera capital simbólico: reputación, afinidad, deseo, diferenciación. Esa base sostiene precios, mejora márgenes y fortalece la lealtad. La rentabilidad ya no se define por cuánto vendés, sino por cuánto significás. Eso es estrategia.
Cuando los productos se vuelven indistinguibles, la diferencia real es la influencia cultural que una marca ejerce. Las que lo entienden avivan conversaciones, inspiran comportamientos y proyectan una perspectiva singular. Crean símbolos que la gente adopta y comparte porque los siente propios.
Lo que se amplifica ya no es la publicidad, es el contenido cultural que una marca logra poner en circulación.
Eso es lo que llamamos productos culturales de marca: narrativas cocreadas que interpretan las tensiones de hoy y se expresan con una estética coherente en cada punto de contacto. Son contenidos que articulan una visión del mundo y se “polinizan” entre plataformas, formatos y conversaciones.
Ese sistema intangible multiplica el valor de la marca, incluso —y sobre todo— cuando el producto no aparece. No reemplaza la venta, pero añade un contexto simbólico que potencia su significado y respalda su precio.
Cuando una marca logra operar en ese plano —cuando deja de ser una empresa que vende cosas y se convierte en una referencia cultural— accede a un tipo de valor imposible de copiar. El sentido no es replicable.
Una marca se define por lo que simboliza. Para ser relevante, debe aportar una idea propia que conecte con un público concreto. Eso implica conocer a fondo a las personas con las que dialoga y entender qué las moviliza.
Construir relevancia exige trabajar desde otro lugar: con sentido estratégico, visión de futuro y una lectura cultural clara.
Daniela De Sousa Mendes