El mayor dilema al que hace frente el artesano-artista moderno es el de la máquina: ¿es la máquina una herramienta amiga o un enemigo que sustituye el trabajo de la mano humana? En la historia económica del trabajo manual cualificado, la maquinaria, que comenzó siendo una aliada, ha terminado a menudo como enemiga. Los tejedores, los panaderos y los trabajadores del acero han adoptado herramientas que finalmente se han vuelto contra ellos. Hoy, la llegada de la microelectrónica significa que las máquinas inteligentes pueden invadir dominios del trabajo no manual, como el diagnóstico médico o los servicios financieros, otrora reservados al juicio humano.
[…] Los trabajadores, lo mismo que muchos escritores, se han debatido con esta cuestión filosófica desde los albores de la Era Industrial, en el siglo XVIII. Sus observaciones y argumentos se basaban en una experiencia de la cultura material muy anterior a la producción mecánica.
Ya en el siglo XV, Europa se vio invadida por lo que el historiador Simon Schama ha llamado «una vergüenza de la riqueza», una cornucopia de bienes materiales. En el Renacimiento, el comercio con países no europeos y la cantidad en constante aumento de artesanos que trabajaban en las ciudades incrementaron enormemente el volumen de bienes a disposición de la gente. Jerry Brotton y Lisa Jardine evocan la «marea de nuevos objetos materiales» que inundó primero los hogares de Italia en el siglo XV. A comienzos del XVI, en los Países Bajos, Gran Bretaña y Francia «había una demanda sin precedentes de escritorios, mesas, aparadores, conjuntos de estantes y armarios colgantes, todo destinado al adorno y exhibición de nuevas posesiones», en palabras de John Hale. Cuando la abundancia material se extendió a capas sociales más bajas, se amplió a los objetos más comunes, como la posesión de varias cacerolas donde cocinar, diferentes platos donde comer, más de un único par de zapatos para calzarse y distintas vestimentas para las diferentes estaciones. Cada vez había a disposición del pueblo común más cosas cuya necesidad damos hoy por supuesta.
[…] El mundo enriquecido de objetos provocó una intensa preocupación teológica, tanto en los círculos de la Reforma como en los de la Contrarreforma, en torno a la seducción de lo material: por debajo del horizonte teológico, este temor afectó incluso a objetos tan inocuos de la vida cotidiana como los juguetes infantiles.
A finales del siglo XVI y comienzos del XVII, por primera vez, los niños europeos comenzaban a disfrutar de abundancia de juguetes. Con anterioridad —y extrañamente para nosotros— los adultos se divertían con muñecas, soldados de juguete y otros artefactos infantiles; se trataba de objetos escasos y caros. A medida que su coste se redujo, la cantidad de juguetes aumentó. En este proceso, los juguetes se convirtieron también en propiedad característica de la niñez. El incremento del número de juguetes introdujo los primeros análisis —en realidad el concepto mismo— del hecho de «mimar» a los hijos.
En el siglo XVIII, la introducción de las máquinas incrementó la ansiedad del lujo. Las ancestrales cuestiones de privación y carencia no desaparecieron —las masas de europeos seguían viviendo en una sociedad de escasez—, pero la producción mecánica de vajilla, ropa, ladrillos y vidrio añadió otra dimensión a la preocupación: la de la abundancia, cómo evitar que las posesiones arruinasen por la abundancia, cómo evitar que los poseedores estropearan el carácter.
Ciertas figuras de la Ilustración consideraban que la superioridad de las máquinas no era motivo de desesperación para el hombre. Al fin y al cabo, Isaac Newton había descrito la naturaleza entera como una máquina gigantesca, visión que en el siglo XVIII llevaron a su extremo autores como Julien Offray de la Mettrie. Otros autores, inspirados en la eficiencia de la nueva maquinaria, como el motor de vapor de James Watt, creían en visiones de progreso racional y de «perfectibilidad del Hombre». Pero había también quienes pensaban otra cosa acerca de este modelo, y no precisamente a la manera de tradicionalistas estrechos o reaccionarios a lo nuevo, sino que la comparación del hombre y la máquina los llevaba a pensar más en el hombre. Pasaban entonces a primer plano las virtudes humanas de templanza y simplicidad como contribución a la cultura humana; de ninguna de estas virtudes se podía decir que fuera mecánica. La gente que pensaba de esta manera se interesaba particularmente por la artesanía, que parecía la mediadora entre la abundancia de lo mecánico y el recato de lo humano.
Desde el punto de vista social, los artesanos tomaron un nuevo rumbo. El motor de vapor de Watt del siglo XVIII, originariamente construido en un taller cuyas condiciones de trabajo se asemejaban a las del estudio de Antonio Stradivarius, pasó en poco tiempo a ser fabricado, y luego utilizado, en un escenario social radicalmente distinto. En 1823, la fórmula para la producción de un motor de vapor estaba completamente codificada en documentos; el maestro —y el propio Watt se comportaba como un Stradivarius de la ingeniería— ya no tuvo secretos que guardar. Esto refleja un cambio más amplio en la ingeniería del siglo XIX, que ya hemos tenido oportunidad de apreciar en la historia del proyecto: un movimiento que va del conocimiento implícito (los secretos del maestro) al predominio del conocimiento explícito (el maestro saca al exterior las pistas y pensamientos que lo guiaban). Por supuesto, el trabajo de taller continuó de distintas maneras en las artes, el comercio cotidiano y en las ciencias, pero el taller parecía estar simplemente alimentando los medios para el establecimiento de otra institución: el taller como estación de paso hacia la fábrica.
A medida que la cultura mecánica maduraba, el artesano del siglo XIX se mostraba cada vez menos como mediador y más como enemigo de la máquina. Contra la perfección rigurosa de la máquina, el artesano se convertía en emblema de la individualidad humana, emblema concretamente constituido por el valor positivo que se atribuía a la diversidad, los defectos y las irregularidades del trabajo hecho a mano. La producción del vidrio en el siglo XVIII había presagiado este cambio de valores culturales; ahora, los escritos de John Ruskin, el gran analista romántico de la artesanía, lamentaban la pérdida de los talleres del pasado preindustrial y convertían los trabajos del artesano de su época en blasón de resistencia, tanto al capitalismo como a las máquinas.
Estos cambios culturales y sociales están aún vigentes entre nosotros. Culturalmente, seguimos luchando por comprender positivamente nuestros límites, en comparación con la máquina; socialmente, seguimos luchando con el antitecnologismo. En ambos casos, el trabajo artesanal sigue siendo el foco.
Richard Sennet, El Artesano (2009).
Leyendo a Sennett, se ve que el dilema del artesano frente a la máquina es el mismo que enfrentan hoy las marcas con la tecnología. Lo que en un inicio parecía aliado, termina volviéndose amenaza. Los algoritmos, el e-commerce o la IA permiten crecer, pero también uniforman y quitan singularidad.
La clave no está en ganarle en eficiencia, sino en diferenciarse en lo que la máquina no alcanza a hacer: interpretar la cultura, leer las tensiones del presente, transformarlas en símbolos y conectar.
Ese es, en definitiva, el trabajo de las marcas hoy: influir en la cultura más allá de la lógica de la máquina.