Vivimos sobreestimulados, sobreextendidos y subalimentados. La fatiga cognitiva ya no es un efecto secundario de la vida digital: es su estado permanente. No estamos dentro de una economía de la atención, sino en su colapso.
Los números solo confirman lo que ya intuimos: la capacidad de atención promedio cayó a ocho segundos y pasamos más de siete horas diarias frente a pantallas. Entre los menores de 35 años, más del 70% declara sentirse mentalmente agotado por la exposición constante a estímulos digitales (Adobe Future Focus, 2023). Pero esto va más allá del tiempo frente a una pantalla: se trata del ancho de banda mental, de cuánto espacio queda disponible antes de que una marca logre entrar en escena.
Vivimos en flujos fragmentados de información, notificaciones constantes y scroll infinito. Las arquitecturas algorítmicas y las actualizaciones permanentes transformaron la atención en un recurso escaso. Ese exceso provoca lo que los científicos del comportamiento llaman “fatiga decisional”: la erosión de la capacidad de decidir frente al bombardeo de microestímulos. Pero también produce algo más profundo: una “disonancia narrativa” , la dificultad de construir historias coherentes a partir de fragmentos contradictorios.
Las personas no están solo cansadas del contenido: están perdiendo la capacidad de procesarlo para darle sentido. Mantener la concentración se volvió emocionalmente agotador, incluso frente a lo que interesa. La percepción perdió fiabilidad: ya no se sabe qué creer, ni qué vale la pena intentar entender. El contenido de calidad falla, no por falta de relevancia, sino porque exige recursos mentales que ya no existen. Y la coherencia interna se fragmenta con cada cambio de contexto entre plataformas, registros emocionales y demandas atencionales.
La fatiga cognitiva ya no es episódica ni individual. Es crónica y estructural. Forma parte del entorno donde se mueven las personas, las marcas y los equipos. Ignorarla equivale a diseñar estrategias para un mundo que ya no existe.
El foco se desplazó de qué comunicar a cuánto puede realmente procesarse.
Y ahí es donde las marcas, y nosotros mismos, empezamos a operar al límite de lo comprensible.
Tal vez sea el momento de redefinir el valor no por la cantidad de atención que se obtiene, sino por la calidad de significado que se sostiene.
Las marcas que entiendan esto dejarán de competir por visibilidad y empezarán a competir por coherencia.