Cuando era chica, las Chocolinas compartían la escena con otros productos que también funcionaban como íconos cotidianos: Melba, Manon, Nesquik. Todos estaban presentes en la mesa del desayuno o la merienda. Eran parte de una cultura doméstica estable, sin storytelling ni performance.
Un ejemplo que muestra cómo se pensaba la comunicación entonces es un aviso típico de los años 80: una mamá que trae la merienda, y dos nenes comentan:
—¿Qué querés ser cuando seas grande?
—Yo, cuando sea grande, quiero ser galletitólogo especialista.
—¿Especialista en qué?
—En Chocolinas y en Coquitas!.
Ese mensaje es muy representativo de su época: la comunicación, lineal y directa, se centraba en el producto, en su especialización, en su condición de objeto tangible y protagonista. La cultura del consumo era distinta: el producto era un fin en sí mismo, el centro indiscutido de la experiencia. No se cuestionaba, no hacía falta.

Con el tiempo, no todos los productos supieron adaptar esa lógica a los cambios culturales. Chocolinas, en cambio, encontró una forma de mantenerse vigente sin alterar su identidad, desplazando el modo en que se presenta. Hoy su comunicación no se dirige a chicos, el contenido actual en redes está claramente enfocado en adolescentes y jóvenes: memes, códigos visuales de TikTok, referencias cruzadas con cultura pop. La marca, sin querer parecer otra, intenta apropiarse de un nuevo espacio simbólico, uno más actual.
El claim hoy es: “Transformá tus momentos con Chocolinas”. La marca ya no es un fin, sino un medio. Un medio para lucirte frente a tus amigos, frente a tu familia, para transformarte en un muy buen anfitrión o repostero a través de los hacks y recetas que proponen.

Lo interesante de este caso es que la marca sigue tan vigente después de 50 años porque supo cambiar de lógica en el mismo sentido que cambió la cultura. Pasó de ser un producto que se consumía a una excusa para hacer algo. Se volvió una herramienta que redefine el rol del consumidor: el de anfitrión, el que sorprende, el que comparte, el creativo.
Las marcas que siguen siendo relevantes entendieron algo clave: ya no deben ser el centro. Tienen que ser una herramienta, un recurso, un código que las personas puedan usar. De a poco, dejaron de ser fines —objetos que se consumen por lo que son— y pasaron a ser medios para lograr otra cosa.
Chocolinas dejó de ser una galletita, ahora es una excusa para compartir, para hacer recetas, para mostrarse en redes o con amigos. Esa es la clave hoy: las marcas entienden que su valor no está en lo que ofrecen, sino en lo que habilitan. En cómo se resignifican cuando alguien las toma, las usa y las transforma en otra cosa —o se transforma a sí mismo en el proceso.
Ser parte de la conversación hoy no significa hablar como el consumidor —como hacían los avisos de los 80—, sino ofrecerle algo útil, apropiable, que exprese o potencie quién es o lo que desea. No todas las marcas lo entienden: algunas siguen buscando protagonismo. Pero en este contexto, el verdadero mérito está en correrse del centro y volverse parte de lo que los consumidores quieren hacer, contar o ser.