Trabajo con marcas que buscan diferenciarse y cobrar lo que realmente valen. En ese proceso, siempre aparece la misma pregunta: ¿cómo logramos que alguien esté dispuesto a pagar más por nuestros productos?
El valor no reside únicamente en lo que el producto hace —eso es fácil de copiar—, sino en todo lo que logra despertar a su alrededor. Esa construcción nace de una mirada estratégica y de decisiones concretas que, cuando se alinean, hacen que algo empiece a verse distinto, a sentirse distinto y, por supuesto, a valer distinto.
No hay fórmulas mágicas, pero sí decisiones que cambian el rumbo. Acompañar ese proceso es parte de mi trabajo.
La mayoría de las veces, lo que se paga no es el producto en sí, sino todo lo que ese producto es capaz de activar en nuestros sentidos, en nuestro cuerpo y en nuestra mente. El precio no responde únicamente al costo de fabricación o al margen del negocio: responde a las múltiples capas de valor que se construyen alrededor de un producto. Estas capas pueden ir desde lo más tangible y evidente hasta lo más abstracto e inconsciente. Y cada una agrega una razón —a veces explícita, otras apenas intuida— por la cual un consumidor está dispuesto a pagar más.
En la base de esta construcción está la utilidad. Un producto vale porque cumple una función: abriga, transporta, ilumina, limpia. Esta es la dimensión más simple y concreta del valor. Se compra porque se necesita, sin buscar más que su eficacia. Pero en los mercados actuales, muy pocos productos logran competir solo desde esta lógica. La saturación de la oferta y la homogeneización funcional obligan a sumar otros niveles de sentido.
El diseño es una de las primeras capas que se incorporan cuando la competencia por la diferenciación se vuelve relevante. Aquí no se paga solo por lo que el producto hace, sino por cómo lo hace. El diseño transforma lo funcional en deseable: el corte de una prenda, la forma de un envase, la elección de una textura o color pueden convertir algo común en algo distintivo. La estética se vuelve una manera de elevar el valor percibido, y el consumidor paga por esa diferencia.
La marca agrega una nueva dimensión. Más que un nombre, una marca es una emoción. Es una acumulación de símbolos, narrativas, experiencias previas y valores asociados. Cuando una marca se instala en el imaginario colectivo, logra que el producto ya no sea evaluado por lo que es, sino por lo que representa y por lo que te hace sentir. El jeans no es solo un jeans si lleva determinada etiqueta: es confianza, trayectoria, pertenencia, estilo. La marca convierte el producto en una extensión de su propio universo simbólico.
Pero no todo valor se construye desde lo visual o lo reputacional. Hay veces en que lo que se paga es la historia. El relato que envuelve al producto —su historia, la herencia, cómo fue hecho, con qué materiales, en qué contexto, con qué propósito— puede resultar tan o más potente que el objeto mismo. Un producto con relato activa la imaginación, despierta emociones, conecta con valores personales o colectivos. Le da profundidad simbólica a lo material, y eso se traduce en precio.
La experiencia va más allá del producto como objeto. Tiene que ver con cómo se siente usarlo, cómo se vive el momento de compra, cómo se lo percibe con los sentidos. A veces, lo que se paga es esa sensación fugaz de placer, de comodidad o de conexión. La experiencia convierte al producto en un momento, y ese momento puede ser deseado una y otra vez. En esta lógica, el producto es el vehículo, no el fin.
Algunas veces, un producto logra algo todavía más difícil: transformarse en un símbolo. En esos casos, deja de ser una elección práctica o estética y se convierte en una declaración. Lo que se elige portar, vestir o mostrar habla por nosotros. El producto comunica identidad, pertenencia, diferenciación. Se paga entonces no por lo que el objeto hace, sino por lo que dice sobre quien lo elige. Es el lenguaje silencioso de las marcas y los objetos, que opera en la cultura con una eficacia inigualable.
Finalmente, hay una dimensión más elusiva: el deseo. Algunos productos no se necesitan, no tienen justificación funcional, no responden a una historia que conmueva ni a una experiencia destacada. Pero se desean. Porque son escasos, porque son inaccesibles, porque están cargados de atractivo simbólico o simplemente porque activan una pulsión. En estos casos, el precio no responde a lo que el producto entrega, sino a la tensión que genera entre lo que falta y lo que promete.
Comprender todas estas capas permite diseñar mejor, comunicar mejor y —sobre todo— construir propuestas de valor más significativas. El precio no es una variable aislada: es la expresión concreta de todo lo que ese producto logra despertar.